LA GARITA

Juan Antonio Anta

1 de Noviembre de 1995

A Sergio todavía le sabía la boca mal por la humillación del día anterior. Encerrado en la garita de paredes grises que hacía esquina en el cuartel, las imágenes de su cerebro parecían materializarse como espectros a su alrededor. Creía escuchar la risa estridente del cabo Merchán como si éste realmente estuviera compartiendo la guardia con su subordinado y no quisiera dejar de divertirse a su costa. Todos se habían reído con ganas cuando demostró con torpeza su ignorancia. ``¿De verdad no sabes qué es el clítoris?'', había dicho Valera, y a Sergio se le quedó grabada en el cerebro la frase, y todavía le retumbaba en las sienes torturándole. Veía las caras de todos sus compañeros con la expresión deformada por la risa y los ojos saltones, pero aún le dolía más el rostro compasivo del sargento y su voz retorcida y distante jaleando a los demás: ``venga, dejad ya al chico, no os paséis''. Solo en la garita y enfundado en su impermeable, Sergio estaba encorvado, con la vista fija en el suelo, la misma postura que había mostrado en la escena que rememoraba y que ahora reproducía inconscientemente dominado por sus pensamientos. Podía soportar casi cualquier cosa, tragar colillas, bajarse los pantalones delante de todos, o cantar ``Soy maricón'' quinientas veces saltando sobre una pierna, pero ser ridiculizado en público y mostrarse como un ignorante en asuntos de mujeres era mucho peor, la vergüenza le asaltaba roja a la cara y sólo deseaba que todo el mundo se olvidase pronto de él. Mientras miraba el descampado desde la garita, intentó justificarse en que todos en el cuartel al fin y al cabo tenían sus novias y sus mujeres, mientras que él nunca había estado con una chica, y a sus diecinueve años apenas conocía amigas, salvo su prima María, cuya imagen se le apareció como un "flash" para desvanecerse poco después como un hilo de humo.

Miró el CETME y se preguntó si estaba limpio. Acarició el cañón con los dedos y recordó cuantos permisos perdió por un cargador sucio. Sin embargo no le importaba demasiado quedarse en el cuartel. En San Sebastián no conocía a nadie y tampoco había ninguna novia que lo esperase a la puerta y lo recibiese con un beso de alegría. Eso nunca le ocurriría a él y ya creía tener ese hecho asumido, todo le resultaba más fácil en soledad y así lo prefería. Quizás era verdad, como decían, que es necesario muchos cojones para salir fuera y se preguntó sobre cual sería el tamaño de sus testículos, por ejemplo comparados con los del sargento, que siempre los ponía por encima de todo detrás de cada orden. La memoria le resonó con la frase de moda, ``vascos, hijos de puta'', y movió imperceptiblemente los labios con el intento de reproducirla de una manera convincente. Se imaginó que si la pronunciara más a menudo o lo hiciera con más fuerza, tal vez todos lo considerasen más y sería aceptado de igual a igual. Aclaró la garganta y escuchó su propia voz dentro de la garita varias veces: ``vascos, hijos de puta; vascos, hijos de puta; vascos, hijos de puta...''

Acarició uno de los botones superiores del impermeable y mientras lo hacía recordó que aún le quedaban cinco meses más de servicio. Sus dedos llenos de rabia tiraron del botón pero se calmaron pronto. No pudo imaginarse a sí mismo después de esos cinco meses. Un escalofrío lo hizo agitarse por dentro y a continuación procuró relajarse. Intentó recordar su pueblo y enseguida vió los cerros llenos de encinas que lo rodeaban. Quiso crear un mundo de recuerdos dentro de la garita. Observó a su padre salir a la calle con una bolsa de plástico en la mano y después alejarse entre las casas blancas hacia la dehesa. A su madre agachándose debajo del fregadero para buscar una sartén más grande. Vio también a algunos de sus vecinos sentados en la plaza mientras el sol caía de plano sin producir ninguna sombra. Después contempló a su prima María con un vestido de lunares bajar hacia el río. Entonces sus dedos comenzaron a moverse nerviosos alrededor del botón del impermeable. Su prima pasó delante de él y le sonrió como siempre. Muchas veces jugaron en el río a cazar {\em zapateros} y siempre terminaban salpicándose y tirándose el agua a la cara. Ella levantaba la falda para protegerse y dejaba desnudas sus piernas porque no soportaba que le mojasen la cara. Tenía dos manchas rosadas en la mejilla y dos años más que él. Todavía tendría dos años más que él. Sergió dejó de acariciar el botón del impermeable y decidió que era mejor traerse una radio para la próxima guardia. La escondería en cualquier sitio. Eso sería mejor que juguetear con los botones del impermeable.

Un murmullo lejano le hizo agarrarse con fuerza al CETME. Se asomó al descampado y descubrió el sol ya alto. Un grupo de jóvenes avanzaba hacia el cuartel agitando banderas y al observarlos se estremeció. Gritaban consignas y cantaban tonadas cortas a coro. Miró el reloj con ansia y se encontró con dos horas más de guardia, y entonces se giró nervioso y dio una patada de rabia. El grupo se detuvo frente a la garita y todos permanecieron en silencio unos segundos. Él contuvo el aliento hasta que otra vez los gritos rasgaron el aire y se deslizaron dentro. Como había temido le insultaban a él, chillaban ``cerdo, español'' y ``soldadito de mierda'', y algunos lo retaban a que saliese. Se movió mecánicamente hacia la abertura de la garita e inclinó levemente la cabeza como una sombra. Entonces los gritos e insultos arreciaron. Vió un joven de barba y una chica en primera fila que sujetaban entre los dos una "ikurriña" de tela raída. Ella era bonita y su voz aguda destacaba claramente sobre el resto del grupo. Movía su mano hacia adelante y hacia atrás como si quisiera tomar al asalto la garita. Sergio dio un paso alejándose y tocó la pared con la espalda. Sintió un deseo enorme de no estar allí. Tragó saliva y se reconoció un cobarde, y de nuevo la boca le supo a pena, como si llevara dentro un sapo. Los gritos fueron en aumento y se fundieron con las risas e insultos de su memoria. Buscó algo agradable y pensó en su madre, pero su imagen se disolvió pronto, las piernas le flaquearon y cayó deslizándose por la pared. Comenzó a sudar y de nuevo buscó el recuerdo de su madre entre sus pensamientos pero una vez más su rostro volvió a desaparecer de su mente con una lágrima. La boca se le volvió a llenar de saliva y ésta le quemaba el paladar, como si estuviese hirviendo. Escuchó el motor de un "jeep" acercarse hacia la garita. Nervioso, se pellizcó con fuerza la mejilla y no sintió ningún dolor. Virgen, tonto y cobarde, no merecía la pena. Tomó el CETME y se metió el cañón en la boca, y entonces ya no se acordó de su madre. La lengua le supo a metal y a polvo y sin embargo prefirió aquel sabor espeso. Antes de que el "jeep" llegase habría apretado el gatillo.

El "jeep" llegó y la muchedumbre se tiró inconscientemente al suelo al escucharse un disparo ahogado procedente de la garita.