JÓ, QUÉ DÍA

Juan Antonio Anta

18 de MAYO de 1995

"Y, mientras así estaba, haciendo indicaciones al esposo, Gianello, que aquella mañana, cuando llegó el marido, aún no había saciado plenamente su deseo, al ver que no podía satisfacerlo como quisiera, decidió satisfacerlo como pudiese, y aferrándose a ella, que cubría toda la boca del tonel, llevó a efecto su juvenil deseo en la misma forma en que los desenfrenados y de amor caldeados caballos asaltan a las yeguas en los anchos campos de Partia, deseo que llegó a su extremo casi al mismo tiempo en que concluía la limpieza del tonel." EL DECAMERÓN. Boccaccio

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Aquel día mi marido, a pesar de ser "puente", había salido a trabajar como todos los días mientras que yo disponía de la jornada libre, un típico día en el que una no tiene nada concreto que hacer. Normalmente en estos casos suelo tomar un largo y relajante baño, con la bañera llena de espuma a rebosar y el agua muy caliente. Eso hice entonces, preparé metódicamente toda la infraestructura necesaria, puse una cinta de música zen y cuando ya estaba con medio pie introducido en el agua, el sonido agudo e insistente del telefonillo me hizo dar un brinco. Era el carnicero, que, mucho más pronto que de costumbre, venía a traer el pedido. Tuve que ponerme el albornoz y las zapatillas e ir a buscar dinero a mi cuarto. Despaché al carnicero rápido y volví de nuevo al cuarto de aseo, dispuesta a disfrutar tranquila de mi baño matutino. Sin embargo, de nuevo el timbre del telefonillo volvió a sonar, cuando ya me encontraba envuelta en espuma y empezando a cerrar los ojos. Esta vez era el chico del butano, que llegaba también a una hora inusual. Salí de la bañera de mala gana, me sequé lo más rápido que pude, y fui con la misma toalla atada a mí con un nudo a recibir al empleado a la puerta. Cuando abrí me llevé la sorpresa de que ningún chico con el mono naranja y sucio estaba esperando sino un joven impecablemente afeitado vistiendo una camisa blanca y una corbata de color verde, y con unos libros de piel en la mano. Se trataba de un "testigo de Jehová", o "mormón" o algo parecido y según me contó siempre decía que era el de butano a fin de conseguir que le abriesen la puerta. Después de decirle que no me interesaba comprar ninguna biblia, y que era agnóstica desde hace años, conseguí cerrar lentamente la puerta mientras le despedía con una sonrisa vistosa. Después lancé un sonoro resoplido y me encaminé de nuevo al cuarto de baño, esta vez dispuesta a no abandonarlo a menos que se declarase un incendio. Tiré la toalla al otro extremo del cuarto y me sumergí en la aromática espuma que me había preparado con un escalofrío de placer. Estaba ya empezando a olvidarme del mundo exterior cuando de nuevo el pitido súbito del telefonillo volvió a sacarme de mis casillas. Al principio no quise contestar pero aquel que me torturaba apretando su asqueroso dedo contra el botón en el que estaba escrito el número de mi puerta, era obstinado y comprendí que no dejaría de llamar hasta obtener respuesta. Enfurecida salí del agua y contesté a la llamada. Se trataba de Ramiro, el vendedor de cupones de la ONCE, quería subirme el cupón de todos los días y además darme una buena noticia. Le dije que en otra ocasión, pero él insistió y no me dejó más opción que salir a recibirle a la puerta. Sin embargo, esta vez, y como el visitante era ciego desde hace años, decidí salir en cueros como estaba y con ganas de enterarme de tan buena noticia lo más pronto posible. Abrí la puerta y nada más ver a Ramiro me dio un vuelco el corazón. {\'E}ste abrió los ojos aterrorizado y parpadeó varias veces dejando su labio inferior colgando. Yo me llevé las manos a mi pubis y tetas en un inesperado gesto reflejo.

- ¿Pero tú no eras ciego, Ramiro?

- Pues sí, lo era, - contesto él con la voz palpitante - precisamente venía a decirle que al fin me han operado las cataratas y la verdad es que ver, veo bastante bien...

Él bajó la cabeza y miró al suelo. Debía rondar los cincuenta años pero se conservaba muy bien. Le conocía desde que era una adolescente, y recordé cómo me gustaba ir a comprarle el cupón enviada por mi madre. Yo me acercaba y me ponía a su lado, sin que lo notase, y le escuchaba cantar los números del día, con su potente voz, melodiosa y viril. Luego le daba un beso en la mejilla y le cogía el cupón sin ni siquiera mirar el número. El hecho es que encontrarme desnuda delante de él, de aquel secreto amor de juventud, me hizo olvidarme de mi baño caliente de día libre y comenzé a percibir un significativo hormigueo en el coño.

- Ramiro, por qué no pasas y me cuentas lo de la operación. Venga, anda, tómate un café.

Le hice pasar al salón y el aceptó solícito pero sin decir palabra. Yo renuncié a ponerme nada y permanecí desnuda a su lado, me excitaba terriblemente mostrarme desenvuelta y en bolas frente a mi ciego de toda la vida. Le preparé el café pero apenas lo probó. La mano le temblaba y apenas pudo sujetar la taza, evitaba mirarme directamente, pero alzaba los ojos a escondidas procurando fijarse en mis pechos jugetones. De repente me apreté a él y empezé a besarlo con fuerza. Estaba temeroso y torpón, no sabía donde poner las manos y yo se las cogía y las colocaba en mis pezones, incitándole a que los estrujase sin miedo. Al final, harta de tantos titubeos, le cogí la cabeza como si fuese una pelota de playa y se la hundí entre mis sonrosadas tetas para que su recién recuperada vista gozase de la más grandiosa de las perspectivas. Pronto comprendí que no fue una buena maniobra porque él, con su cabeza atrapada en aquella masa de carne de la que sólo asomaba el poco pelo que tenía y sus dos coloradas orejas, sólo acertaba a emitir un sonido gutural de pavor, como pidiendo socorro desde las profundidades de una cueva. Le solté y respiró, y mientras tanto le bajé la cremallera del pantalón y le saqué el instrumento, de tamaño más que aceptable, aunque tan temeroso como él. Me extendí en el sofá y me abrí de piernas y le incité a que se sirviese a gusto, y mi vendedor de cupones se puso con un resoplido sobre mí, como si todavía no hubiera descubierto lo que le estaba pasando y no supiera a ciencia cierta distinguir el sueño de la realidad. Empezó empujando fuerte, pero poco a poco fue perdiendo fuelle hasta que yo impaciente me incorporé y le tiré hacia atrás empezando a brincar sobre su cuerpo tembloroso. Pronto me dí cuenta que él aguantaba mis embites como podía hasta que comprobé que se corría largamente, con un suave alarido, para quedarse agotado y mustio, y cerró con lentitud los ojos como si se le acabara de escapar media vida. Le contemplé descorazonada y me sentí como si me hubiesen dejado a las puertas de una fiesta por error, y además llovía y me estaba empapando.

Me levanté nerviosa del sillón y terriblemente excitada. Daba paseos de un lado a otro mientras mi ciego de toda la vida permanecía tieso y boca arriba sobre los cojines. De repente me acordé del vendedor de biblias y corrí hacia el teléfono.

- ¿Matilde?, ¿está todavía el chico ese que vende libros por ahí abajo?...ah sí...estupendo, dile entonces que suba urgentemente..., ¿qué le voy a tener que comprar un Evangelio?, dile que no se preocupe por eso, ¿vale?, buenooooo...gracias, Matilde, gracias...adiós...

Colgué el teléfono con un golpe y observé de nuevo a Ramiro. No se movía y tenía la cabeza echada hacia atrás con la boca entreabierta y exhalando un suave zumbido ronco. Con los pantalones bajados y la picha ya por completo deshinchada la verdad es que presentaba un aspecto lamentable. Me acerqué y le puse en una postura más digna, no sin antes ponerme una bata a fin de no volverlo a desmayar en cuanto abriese los ojos. Mientras le sujetaba la cabeza con la mano me miraba como un moribundo y luego me pidió casi inaudiblemente un poco de agua. Fui a la cocina y le traje un vaso, y ya un tanto más recuperado le acompañé hasta la puerta mientras le daba golpecitos en la espalda, y lo felicitaba efusivamente por el éxito de su operación de cataratas. Él caminaba como un robot, me daba las gracias y al mismo tiempo me pedía perdón. Cuando abrí la puerta comprobé con alegría que el joven vendedor de Evangelios estaba ya allí, con una sonrisa ingenua y trémulo de emoción. Despedí a Ramiro, y con la bata medio abrochada que llevaba le agarré de su suave corbata verde y tiré de él hacia adentro, sin apenas darle a tiempo a decir palabra. El chico, que no acertaba aún a comprender la rapidez de mi conversión, tropezó asustado con el felpudo y se abalanzó sobre mí y al caer se agarró a mi bata de algodón y la desabrochó del todo, con lo que me quedé por segunda vez en el día desnuda delante de un extraño sin realmente proponérmerlo, aunque yo, que siempre he creído en el destino, acepté las eventualidades del día como si fueran parte de un juego de cartas que alguien revoltoso prepara a nuestra costa. El vendedor de Biblias me miró alelado, y yo dejé caer la bata del todo, del mismo modo que una maga de cine saca un conejo de una chistera y provoca un '!oh!' del público.

Lo llevé a mi habitación y le quité su corbata y camisa de una vez. Olía a sudor pero no me importó. El se dejaba hacer, parecía haberse olvidado de repente de los libros que poco a poco se le caían de las manos y me agarró mis tetas enormes para amasarlas de afuera a adentro y pechizcarme los pezones. Le bajé también a un tiempo los calzoncillos y los pantalones y le cogí la polla, dura como un barrote, que se cimbreaba contenta delante de mí. Llena de impaciencia no pude chupársela. Le puse una mano sobre el pecho y lo empujé hacia atrás mientras con la otra me abría los labios del coño y me ponía encima de él, y con la mayor puntería me introduje su herramienta hasta el final. Mientras me follaba yo me estiraba hacia atrás como una amazona y luego me tumbaba sobre él y le ofrecía mis pechos para que los chupara. Pronto comenzé a notar surgiendo de las profundidades de mi vientre la llegada de un poderoso orgasmo, aceleré mi vaivén y entrecerré los ojos mientras ambos gritábamos. Creí ver a alguien en la habitación mientras me corría, de pie frente a nosotros y musitando 'ah, perdón'. Caí desfallecida sobre mi improvisado amante y abrí los ojos lentamente hasta descubrir a mi prima Rosa delante de nosotros y con las manos cruzadas.

- Veo que estás ocupada, es que ví la puerta abierta y pensé que había ocurrido algo.

De repente me acordé que con tantas prisas se me había olvidado cerrar la puerta. Me separé del chico y fuí a besar a mi prima.

- No, que va, bueno sí, pues ya ves, ¿abrás cerrado la puerta?

- Sí, prima, ¿cómo no?

Mi prima Rosa es rubia, muy rubia y de pelo recortado y rizado. Nos queremos como hermanas. Me miraba con una sonrisa cómplice mientras observaba de reojo al joven vendedor de Biblias que colorado como un tomate buscaba sus calzonzillos por todas partes.

Me dijo que quería presentarme a su novio. Yo la acompañé al salón y como no tenía nada más a mano cogí una camisa de mi marido y me la puse como pude. El problema era que con ella me quedaba casi todo el muslo al aire y se me transparentaban ofensivamente las tetas, y aún más con el sudor de mi reciente follada. En el salón nos esperaba un chico también rubio, esbelto y alto, con el pelo largo, vestido con una camiseta blanca estampada. Tenía una expresión aniñada y unos ojos azules que resaltaban como dos perlas en su cara blanca. Era otro de los novios imponentes que cada poco tiempo se echaba mi prima y que siempre me venía a presentar para darme envidia, y la verdad es que esa ocasión lo consiguió con creces, por que el chaval era un auténtico Adonis. Yo me acerqué a él y le di la mano.

- Hola, ¿cómo estás?

El puso cara de no comprender nada y vi como tragaba saliva al ver mis dos globos que se dibujaban redondos bajo la camisa de tergal de mi marido.

- No habla español - puntualizó Rosa, con una risita.

- ah, ¿english? - dije yo.

El movió la cabeza asintiendo pero sin decir todavía palabra. Le invité a sentarse en el sofá al tiempo que mi prima miraba asombrada un montón de cupones de la ONCE desparramados entre los cojines. Yo comenzé a charlar con su novio, haciendo uso de mi inglés macarrónico y para salir del paso. Él, que era alemán y no inglés como creí al principio, me miraba divertido y se reía al escuchar mis esfuerzos por pronunciar las palabras. De repente el {\em Testigo de Jehová}, {\em mormón}, evangelista o lo que fuera, salió de la habitación y pasó delante de nosotros como una sombra, y balbuceó algo que no entendí. Harald, que así se llamaba el novio de Rosa, le observó alucinado hasta que desapareció por la puerta. A mi prima pareció divertirle mucho la escena.

Yo continué dando carrete al chico, y pronto sustituí mi dificultad idiomática mirándole a la cara con los ojos muy abiertos. Normalmente esto me es infalible con los hombres, ellos se quedan prendados en mi mirada, y una vez comtemplan de cerca mis grandes ojos verdes, ya sólo saben ir detrás de ellos mecánicamente, y mueven la cabeza abobados como si existiese una cadena invisible que los ligase a mis pupilas. Insinué a Rosa que fuera a preparar unas bebidas y ella obedeció siguiendo el juego, y cuando volvió yo ya estaba metiendo mano a barullo a su chico, besándole como una tigresa. Sin embargo, él no se encontraba cómodo y esperaba asustado la vuelta de mi prima. {\'E}sta llegó y se puso de pie delante de nosotros con las manos en las caderas.

- Muy bonito, ¿es que cada vez que te presento a un novio mío me lo tienes que pervertir a las primeras de cambio?

Harald la miraba aterrorizado e inmóvil como un muñeco. Sin embargo empezó a tranquilizarse cuando observó que en la inicial expresión de enojo de mi prima empezaba a dibujarse una sonrisa maliciosa y sus ojos comenzaban a brillar. Yo le agarré por la barbilla y le pegué su boca a la mía mientras Rosa se agachaba y le desabrochaba el pantalón.

Ya todo fue como una bola de nieve que se desliza por una pendiente. Nos fuimos los tres a mi habitación y allí hicimos el amor durante toda la mañana de todas las formas posibles, para lo cual conté con la disposición prodigiosa de Harald y la originalidad de Rosa. El problema fue que a mí, con tanto despelote y lujuria me empezó a fallar mi ya de por sí pobre inglés y pronto tuve que decirle lo que quería a mi prima en español para que ella, que hablaba perfecto alemán, se lo tradujese a Harald y así completar un improvisado, curioso e internacional ``ménage a trois''. Tomamos un descanso para comer y recuperar fuerzas y luego continuamos nuestro infatigable juego hasta que a eso de las siete les pedí que se marchasen porque iba a llegar mi marido. Despedí a Harald con un besito en la frente y él y mi prima se marcharon abrazados y bajaron las escaleras a saltitos. Al rato apareció mi marido, con la chaqueta arrugada en la mano, y el lado derecho de la camisa salido por fuera del pantalón como siempre.

- Hola, querida, ¿tuviste un buen día? - dijo nada más cerrar la puerta tras de sí y con la voz trémula.

- Oh, sí, muy tranquilo.

Yo estaba preparándome un té mietras él revoloteaba a mi alrededor mirando de un lado a otro.

- Yo..., también he tenido un buen día, bueno, como siempre, ya sabes...

Se acercó a mí y me agarró por la cintura. Luego me besó en la nuca. Yo me deshice de él.

- No cariño, hoy no, estoy un poco destemplada. Creo que voy a tomar un baño y acostarme pronto. Que tengas buena noche.

Y mientras esto le decía lo vi de pie en frente de mí, descorazonado y bobón, con los labios cortados y la boca torcida de disgusto.